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PARA SIEMPRE...

«Tu casa y tu reino permanecerán para siempre delante de Mí; tu trono será establecido para siempre» (2 Sam. 7:16)

 



Treinta años tenía David cuando por fin ascendió al trono de Israel (2 Sam. 5:4). Habían transcurrido unos quince años, muchas primaveras e inviernos, días de soledad, zozobras, persecuciones y muertes desde que Samuel lo ungió como el futuro rey de Israel ante el asombro de una familia que de seguro no pudo comprender lo que estaba sucediendo. Ahora el día había llegado y el valiente pastor de ovejas, músico y autor de tantos salmos reinaría durante cuarenta años. Los primeros siete años y medio de su dinastía fueron sobre Judá, su tribu. El resto del reinado, treinta y tres años, incluyó también a todo Israel.

Las conquistas de David como rey se iniciaron con la captura de Jerusalén. Esta es la misma ciudad que siglos antes fue conocida como Salem y donde gobernaba Melquisedec, el rey enigmático con quien Abraham tuvo un encuentro (Gén. 14). Era una ciudad amurallada que no estaba bajo el control de ninguna de las tribus israelitas. Sus habitantes eran los jebuseos, un pueblo cananeo, quienes[i] tenían la certeza de que nadie podría acceder a su ciudad. El asunto es que ellos desconocían un detalle importante en esta historia, el Señor estaba con David (2 Sam. 5:10) y le dio la victoria. A partir de entonces esta sería la capital del reino, la Sion de los profetas, la «ciudad del gran Rey» (Sal. 48:2). Pero fue el traslado del arca del pacto de Dios a Jerusalén (2 Sam. 6) lo que ratificó finalmente la presencia de Dios en la ciudad. Ahora no solo sería el centro del quehacer político, sino también su centro de vida religiosa; sería el lugar de adoración para todo el pueblo de Dios.

El nuevo rey, ya establecido en la naciente capital, estaba a punto de presenciar uno de los momentos cumbre en esta historia que estamos siguiendo a través del desenvolvimiento del plan de Dios. Si bien Dios lo había traído hasta aquí, Su plan incluía mucho más y se lo da a conocer a través del profeta Natán:

«Ahora pues, así dirás a Mi siervo David: “Así dice el Señor de los ejércitos: ‘Yo te tomé del pastizal, de seguir las ovejas, para que fueras príncipe sobre Mi pueblo Israel. Y he estado contigo por dondequiera que has ido y he exterminado a todos tus enemigos de delante de ti, y haré de ti un gran nombre como el nombre de los grandes que hay en la tierra. Asignaré también un lugar para Mi pueblo Israel, y lo plantaré allí a fin de que habite en su propio lugar y no sea perturbado de nuevo, ni los malvados los aflijan más como antes, desde el día en que ordené que hubiera jueces sobre Mi pueblo Israel. A ti te daré reposo de todos tus enemigos. El Señor también te hace saber que el Señor te edificará una casa. Cuando tus días se cumplan y reposes con tus padres, levantaré a tu descendiente después de ti, el cual saldrá de tus entrañas, y estableceré su reino. Él edificará casa a Mi nombre, y Yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para Mí. Cuando cometa iniquidad, lo castigaré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres, pero Mi misericordia no se apartará de él, como la aparté de Saúl a quien quité de delante de ti. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre delante de Mí; tu trono será establecido para siempre’”. Conforme a todas estas palabras y conforme a toda esta visión, así Natán habló a David». (2 Sam. 7:8-17)

El Dios de pactos vuelve a insertar Su huella en el plan redentor y para que no queden dudas, le recuerda a David quién ha estado detrás de sus victorias, quién ha engrandecido su nombre, quién lo llevó de pastorear ovejas en un campo solitario a liderar un pueblo. No se trata de cualquier pueblo, sino del pueblo escogido por Dios. Aunque David quería edificarle una casa a Dios y hasta comenzó a hacer planes y acumuló materiales para su construcción, no sería obra suya sino de su sucesor. Sin embargo, Dios mismo le edificaría una casa a David.

¡Este es el anuncio más importante!

La casa de la que Dios habla no está hecha de madera, piedra o algún otro material perecedero. Dios está hablando en realidad de una persona, un descendiente de David que ocupará el trono de Israel para siempre.

¿Te imaginas la reacción de David al escuchar semejante mensaje? Lo bueno es que no tenemos que imaginarla porque la propia Biblia tiene registrada las palabras del rey. El asombro de David ante tanta bondad, gracia y misericordia de Dios no se hizo esperar. Se nos dice que entró ante la presencia de Dios y allí derramó su corazón:

«¿Quién soy yo, oh, Señor Dios, y qué es mi casa para que me hayas traído hasta aquí? Y aun esto fue insignificante ante Tus ojos, oh, Señor Dios, pues también has hablado de la casa de Tu siervo concerniente a un futuro lejano. Y esta es la ley de los hombres, oh, Señor Dios. ¿Y qué más podría decirte David? Pues Tú conoces a Tu siervo, oh, Señor Dios. A causa de Tu palabra, conforme a Tu propio corazón, Tú has hecho toda esta grandeza, para que lo sepa Tu siervo» (2 Sam. 7:18-21).

Estas son las palabras de alguien que está muy consciente de su pequeñez e insignificancia ante un Dios excelso que conoce lo profundo de nuestro ser. Un Dios que prometió y pactó incluso a sabiendas de todo lo que acontecería en el futuro de este rey. ¡Cuánta esperanza encierran las palabras que Dios dio a David por medio de Natán! Especialmente porque, aunque David fue el rey más querido de Israel, sin duda el más grande de su historia como nación, no fue perfecto. ¡Para nada! En su trayectoria habría momentos oscuros con sangre inocente derramada, adulterio, mentira y traición. Pero el pacto de Dios no estaba sujeto a la fidelidad humana porque la fidelidad humana es frágil, volátil e inconstante. La garantía del pacto es Dios mismo y Su decisión de rescatar al pueblo que Él formó para sí: «Pues Tú has establecido para Ti a Tu pueblo Israel como pueblo Tuyo para siempre, y Tú, Señor, has venido a ser su Dios» (2 Sam. 7:24).

A la luz de esta promesa y pacto, el reinado avanzó, los años transcurrieron con altas y bajas, con pecado y arrepentimiento. David pasó por dolores profundos e indescriptibles como las intrigas en su propia familia y la lucha por el poder con su hijo Absalón. Los últimos tiempos del reinado vieron guerras, rebeliones, celos entre sus hijos, desobediencia de David al realizar un censo del pueblo sin consentimiento de Dios y el proceso del nombramiento del sucesor al trono de Israel. ¿Sería este sucesor el que Dios había anunciado en Su pacto, el rey eterno? Sí y no, como veremos al continuar nuestro recorrido.

El rey cantor falleció, su morada dejó de ser la Jerusalén que antes había conquistado y que llegó a llamar «la ciudad de David» (2 Sam. 5:7). El panorama de Israel volvía a cambiar. No obstante, algo permanece inmutable, Dios y Su presencia misericordiosa en medio de esta historia.

 

APLICACION TEO

Aunque David fue un gran rey para Israel, sin duda no era el Rey eterno. ¿Qué aprendemos de su testimonio como rey con relación a los líderes terrenales?

 

Leamos el Salmo 47, ¿qué nos enseña sobre Dios como único y verdadero Rey?

 

 

 

 

 

 


[i] Life Way / TG

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