«Volverán los rescatados del Señor, Entrarán en Sión con gritos de júbilo, Con alegría eterna sobre sus cabezas. Gozo y alegría alcanzarán, Y huirán la tristeza y el gemido» (Isa. 35:10).
Ciro el Persa conquistó la ciudad de Babilonia en el año 539 a. C. y todo el imperio cayó en sus manos poco tiempo después. A diferencia de los babilonios, los persas permitían que los súbditos de su reino adoraran a sus propias deidades. Para ellos era una manera de buscar la paz con todos esos otros dioses nacionales y así garantizar la prosperidad del imperio.
En el primer año de su gobierno, Ciro emitió un decreto que autorizaba a los exiliados judíos a regresar a su tierra. Pero no se trataba de una mera decisión del rey, ¡Dios estaba detrás de esa decisión! Años antes Jeremías lo había anunciado: «Pues así dice el Señor: “Cuando se le hayan cumplido a Babilonia setenta años, Yo los visitaré y cumpliré Mi buena palabra de hacerlos volver a este lugar”» (Jer. 29:10). Fue el Señor quien dirigió el corazón del rey Ciro de Persia para que tal promesa divina se cumpliera a tiempo (Esd. 1:1). ¿Te imaginas? Dios también lo puede hacer contigo.
Habían transcurrido setenta años de exilio, al menos dos generaciones completas de israelitas. Y no solo regresarían a su país, ¡regresarían para reconstruir el templo!
«El que de entre todos ustedes pertenezca a Su pueblo, sea su Dios con él. Que suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa del Señor, Dios de Israel; Él es el Dios que está en Jerusalén» (Esd. 1:3).
Dios está moviendo la historia y Ciro, con este decreto, está ordenando que se reinicie la adoración a Dios en la ciudad de Jerusalén. Todo lo que los profetas habían predicho y que parecían esperanzas débiles o imposibles, ahora cobraban vida ante los ojos de los israelitas. Piensa en todo lo que eso implicaba para aquella gente. Por más de medio siglo habían estado sometidos bajo imperios diferentes y ahora pueden regresar a su tierra, con toda libertad y para reconstruir el templo de su Dios.
Quizá para nosotros, lectores del sigo XXI, que estamos del otro lado de la cruz, este cambio de circunstancias no tenga la misma relevancia. El templo era para ellos el lugar donde Dios habitaba y estar fuera de Jerusalén era como estar desconectados de Dios, alejados por completo de Su presencia. Si no había templo, la presencia de Dios no estaba. ¡Ahora podían regresar a reconstruir ese lugar y volver a tener comunión con Dios! Como si fuera poco, Ciro ordena que los demás pueblos suplan las necesidades de los israelitas en su regreso y colaboren en este proyecto de reconstrucción. Esa ayuda incluiría desde ganado y bienes, hasta oro, plata y una ofrenda para la casa de Dios. Es imposible que no vengan a nuestra mente las imágenes del éxodo y todo lo que los egipcios dieron a los israelitas cuando salían de Egipto, ¿lo recuerdan? (Ex. 12:35-36).
Sin embargo, no todos regresaron. Después de tanto tiempo fuera de Israel, muchos se habían acostumbrado al nuevo modo de vida. Para otros, este lugar era todo lo que conocían porque habían nacido en el exilio. Es posible que algunos tuvieran miedo de lo que involucraba el regreso. De seguro recordaban o habían escuchado de la destrucción, la desolación. Al volver tendrían que comenzar desde cero. Pero Dios movió corazones y un grupo se preparó para partir (Esd. 1:5). Encabezados por algunos de las tribus de Judá y Benjamín, así como levitas y sacerdotes, el remanente se alista. Lo que Nabucodonosor había robado del templo, ahora Ciro lo puso en manos de los israelitas para que lo llevaran consigo y lo usaran en el templo que iban a reconstruir (Esd. 1:7). El pueblo que había ido al exilio por su desobediencia estaba experimentando la fidelidad de Dios. ¡Él es fiel a sí mismo y a Su Palabra!
Ellos regresaron y se ubicaron en las diferentes ciudades para luego darse cita en Jerusalén y construir un altar donde ofrecer holocaustos al Señor. Pero la reconstrucción del templo no se inició hasta dos años después. El momento es histórico, unos cantaban y alababan a Dios llenos de emoción; otros, los más ancianos, los que habían visto el templo anterior, lloraban. Tal vez porque ya no veían en este edificio el esplendor de aquel que edificó Salomón, quizá porque el arca del pacto tampoco estaba allí, o a lo mejor derramaban lágrimas porque entendían que no podía ser el templo majestuoso del que habló Ezequiel. Nada era igual y eso estremecía sus corazones.
El proyecto de reconstrucción no fue tarea sencilla. La oposición de los samaritanos que habitaban la tierra no se hizo esperar. Hubo confabulaciones e intrigas para detener sus esfuerzos.
¡Pero Dios!
Él es el Dios de la historia, el soberano Señor que había prometido traerlos de vuelta y encontrarlos en Jerusalén. Veinte años más tarde, el templo de Zorobabel —conocido así por el nombre del sacerdote que lideró la reconstrucción— quedó terminado y el pueblo nuevamente se reunió para la dedicación. Aunque[i] hubo una celebración gozosa de siete días por lo que Dios había hecho, cuando leemos este relato nos percatamos de que no estamos ante un momento glorioso donde la presencia de Dios se haya hecho patente como lo que ocurrió cuando se dedicó el primer templo. No hay nube que envuelva el templo. No bajó fuego del cielo para quemar el holocausto. No hay muestras visibles de la gloria del Señor. El relato nos deja con una sensación de ausencia.
Esa ausencia va más allá, tampoco hay rey en el trono de Israel. Están todavía como ovejas sin pastor. El pueblo no tarda en regresar al mismo pecado que había iniciado el exilio: han roto el pacto con su Dios, se unieron en matrimonio con mujeres de naciones paganas, la desobediencia es el pan diario. Nada había cambiado. Aunque Esdras y Nehemías se levantan como voces que invitan al pueblo a consagrarse, a regresar a las Escrituras, el corazón de aquellos israelitas seguía siendo de piedra. Necesitaban ser rescatados una vez más.
Con este relato termina oficialmente el Antiguo Testamento, aunque el orden de libros en nuestras Biblias sea distinto. Cerrar esa página trae tantas preguntas a nuestra mente:
¿Será posible que alguien pueda cumplir con la ley de Dios?
¿Alguna vez podremos llegar a tener ese corazón nuevo del que habló Ezequiel?
¿Será posible vivir libres del yugo del pecado que arrastra los corazones a la desobediencia, a la adoración de ídolos visibles e invisibles?
¿Qué pasó con la promesa de un rey eterno que ocupe el trono de David?
Llegamos hasta aquí con tantas expectativas sin cumplir, con desesperanza ante la condición humana. La oscuridad aparenta cernirse lenta y aplastante.
Pasarían cuatro largos siglos en los que nada significativo parece suceder. Sin embargo, el silencio de las circunstancias no es un indicativo de la ausencia de Dios. En el gran panorama divino el plan continúa tal y como fue orquestado.
Aunque la noche parece interminable, ¡el alba está al despuntar cargada de esperanza! El próximo capítulo de la historia será un testimonio más de que nuestro Dios ¡es Dios con nosotros!
APLICACIÓN TEO
¿Has vivido alguna circunstancia en la que Dios parece estar en completo silencio? ¿Qué has hecho?
Lee el Salmo 40:1-5 y deja que estas palabras sean aliento a tu corazón y un recordatorio de que podemos esperar en Dios en cualquier tiempo.
[i] Life Way / TG
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