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EL FIN DE LA OSCURIDAD

«El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos» (Isa. 9:2)



¿Alguna vez has estado en un apagón? En algunos países en los que viví, a veces pasaba sobre todo cuando el aguacero era casi "diluvio" pero no por ser frecuentes dejaban de ser desagradables. De pronto todo se quedaba oscuro. Caminar por las calles en penumbras no tenía ningún atractivo. Aunque tratábamos de alumbrarnos con velas o linternas, la luz seguía siendo tenue y ya no podíamos realizar todas nuestras actividades como de costumbre. ¡Lo peor es que nunca sabíamos cuándo regresaría la luz!


Cuando concluyó el texto bíblico del Antiguo Testamento, el pueblo de Israel vivía en profunda y prolongada oscuridad. Durante esos cuatro siglos de historia se levantaron nuevos imperios y ahora, cuando estamos a punto de llegar a la primera página del Nuevo Testamento, los romanos dominan el mundo conocido y la desesperanza impera, el dolor y el sufrimiento son latentes. En el trono no está sentado el descendiente prometido a David, sino un emperador que los aplasta y avasalla. Las tinieblas siguen expandiendo sus sombras sobre el pueblo que anhelaba ver la luz de las promesas de Dios que habían recibido y que parecían olvidadas por el Señor.

Todo cambió de repente, cuando nadie lo esperaba. Una pareja comprometida para casarse escuchó la voz del Señor. Él durante un sueño, ella durante una visitación angelical. José y María recibieron el anuncio que confirmaba que había llegado el momento esperado por muchísimos años:

«Y el ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de Su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y Su reino no tendrá fin”» (Luc. 1:3-33).


Es muy posible que María no pudiera entender todo lo que aquella revelación encerraba, pero sin dudas comprendió que se trataba de un milagro, que Dios se había acordado de Su pueblo, que el silencio había terminado y la esperanza se abría paso en medio de la oscuridad (lee Luc. 1:46-55). ¡Era la mejor de las noticias! El niño que crecería en su vientre era el heredero prometido a Abraham, el cumplimiento de la ley, el descendiente de David, Aquel que ocuparía el trono en un reino eterno.


En Mateo encontramos algo que solemos pasar por alto cuando leemos la Biblia. Se trata de una genealogía, como dijimos antes, una lista de nombres que nos dice quién es hijo de quién. Sin embargo, si prestas un poco de atención, te darás cuenta de su importancia desde el primer versículo de este Evangelio:

«Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» (Mat. 1:1).

La lectura de la lista completa nos permitirá ver la relación entre unos y otros. Este Jesús del que habla Mateo desciende de David y también de Abraham. De hecho, más adelante, cuando Mateo inspirado por el Señor escribe sobre el anuncio del nacimiento de Jesús, sus palabras confirman de quién se trataba:

«[María] dará a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados» (Mat. 1:21).

Cualquier judío que leyera esas palabras sabía exactamente de quién estaban hablando. ¡Este es el descendiente prometido, el que ocuparía el trono para siempre! Lamentablemente, esa no fue la acogida que recibió ni tampoco fue lo que creyeron sus contemporáneos. Aunque la luz había llegado, sus ojos estaban todavía cubiertos de oscuridad (Juan 3:19). Este nacimiento era el cumplimiento de aquel anuncio, aquella promesa que recibieron alrededor de siete siglos atrás de parte de Dios y por medio del profeta Isaías:

«“He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel”, que traducido significa: “Dios con nosotros”» (Mat. 1:23).

No sé si te has detenido a pensar alguna vez en esa declaración, pero a mí me deja sin palabras: Dios dejó todo para convertirse en Dios con nosotros. Cristo, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad tuvo un cuerpo humano. Él fue completamente Dios y completamente hombre, al mismo tiempo. Cuando el pueblo recibió este anuncio siglos atrás, su relación con Dios estaba rota, deshecha por la desobediencia. Pero ahora, ¡un nuevo amanecer tras la noche oscura! Lo que se había perdido en Edén, volvería a ser una realidad. Dios caminando entre nosotros, viviendo entre nosotros, de nuevo sería posible tener una relación directa y personal con Él.

¡Eso es grandioso y a la vez incomprensible!

La promesa pronunciada por Dios y que era esperada desde aquel nefasto día en Génesis se estaba cumpliendo bajo el cielo estrellado de un pueblo pequeño llamado Belén.

Sin embargo, a menudo vivimos olvidando esta realidad. Vemos a Dios como una figura distante, nos olvidamos de que está con nosotros, Emmanuel. No importa lo que estemos atravesando, ¡no estamos solos! De manera MUY interesante, el Evangelio de Mateo termina con palabras similares a las de su comienzo. Esto fue lo que dijo Jesús: «Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos» (Mat. 28:20). Ahora vivimos en la era de «Dios con nosotros».

 

Dios con nosotros, para siempre.

Dios con nosotros, en la risa y el llanto.

Dios con nosotros, en días de lluvia y días de sol.

Dios con nosotros, cuando entiendo y cuando no.

Dios con nosotros, cuando sea joven y en la vejez.

Dios con nosotros, cuando le vea y cuando no.

Dios con nosotros, en el pesebre, en la cruz y en la eternidad.

 

APLICACIÓN TEO


¿Cómo has visto a Dios ser «Dios con nosotros» en diferentes momentos de tu propia vida? Lee Lucas 1:68-79. Usa estas palabras como una oración de alabanza a Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


[i] Life Way / TG

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