«Entonces Moisés tomó la sangre y la roció sobre el pueblo, y dijo: “Esta es la sangre del pacto que el Señor ha hecho con ustedes, según todas estas palabras”» (Ex. 24:8).
Han transcurrido unos tres meses desde los sucesos que vimos ayer. Ahora el pueblo de Israel se encuentra en el desierto y han llegado a las faldas del monte Sinaí donde establecen su campamento. Posteriormente, Moisés subió a encontrarse con Dios y durante ese encuentro le menciona una vez más Su pacto con el pueblo, aunque no especifica de momento en qué consistiría:
«“Ahora pues, si en verdad escuchan Mi voz y guardan Mi pacto, serán Mi especial tesoro entre todos los pueblos, porque Mía es toda la tierra. Ustedes serán para Mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Estas son las palabras que dirás a los israelitas» (Ex. 19:5-6).
¿Cómo sería escuchar esas palabras luego de siglos de esclavitud y después de tantos años viviendo bajo opresión y miserias, agobiados por el abuso y el desprecio? El Señor les está recordando que los ha escogido de entre todos los pueblos de la tierra, que ellos serían un tesoro para Él, una nación apartada y especial. También instruye a Moisés para que el pueblo se aliste, que laven sus vestidos y estén preparados porque Él los visitaría. Muy pronto les daría a conocer en qué consiste el pacto. El Dios que los sacó de Egipto está con ellos en medio del desierto y de camino a la tierra que siglos antes prometió a su ancestro Abraham.
Ahora llegamos al muy conocido texto de los Diez Mandamientos (Ex. 20). Los invito a hacer una pausa en esta lectura y abrir su Biblia en ese capítulo. Tomense un tiempo para leerlo incluso si conoces una buena parte de memoria.
Este pacto es lo que conocemos como «la ley». Sin embargo, es crucial que comprendamos que Dios los había rescatado antes de darles la ley. Él hizo primero la obra de salvación, los salvó del yugo egipcio y por eso el pasaje comienza con estas palabras: «Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre» (Ex. 20:1). Él los liberó de la opresión por pura gracia y usó a Moisés como instrumento para ejecutar el plan. Lo que ocurrió fue un rescate, como mencione antes.
Reunidos entonces como pueblo ante Su Dios, Él les hace un regalo: Su ley. ¿Por qué decimos que se trata de un regalo? Porque la ley les mostraría cómo relacionarse con Él. No les dio la ley para que obedezcan y se ganen así el favor de Dios. Eso ya lo tenían porque Él los había escogido como pueblo y había hecho la gran obra de rescate. La obediencia a la ley sería la respuesta agradecida de Israel a la obra redentora de Dios y les permitiría demostrarle su lealtad al Señor. Al mismo tiempo, podrían reflejar a los pueblos vecinos su identidad como pueblo que había sido llamado a vivir de manera completamente diferente, apartados para Dios, santos.
Encontramos más adelante otro anuncio de parte de Dios. Un anuncio que no debemos pasar por alto porque es parte del hilo que estamos siguiendo en esta historia:
«El Señor habló a Moisés y le dijo: “Diles a los israelitas que tomen una ofrenda para Mí. De todo aquel cuyo corazón le mueva a hacerlo, ustedes tomarán Mi ofrenda. Y esta es la ofrenda que tomarán de ellos: oro, plata y bronce; tela azul, púrpura y escarlata, lino fino y pelo de cabra; pieles de carnero teñidas de rojo, pieles de marsopa y madera de acacia; aceite para el alumbrado, especias para el aceite de la unción y para el incienso aromático; piedras de ónice y piedras de engaste para el efod y para el pectoral.
Que me hagan un santuario, para que YO habite entre ellos. Conforme a todo lo que te voy a mostrar, conforme al diseño del tabernáculo y al diseño de todo su mobiliario, así ustedes lo harán”» (Ex. 25:1-8,)
¿Que dieron? Aquello que Dios ya les había dado a través de las manos de los egipcios.
El mismo Dios que habitó con Adán y Eva en el huerto del Edén, ahora les anuncia que establecerá su habitación entre ellos en el tabernáculo de reunión. Él seguía cumpliendo Su promesa de permanecer, de ser Dios con nosotros.
Tal vez porque nos separan muchos siglos de historia no nos percatamos de todas las implicaciones que tuvo para el pueblo esta decisión divina. Por años ellos vivieron en una nación idólatra, [i]con falsos dioses que obraban a su antojo y cuyo actuar era impredecible. Eran dioses lejanos, sedientos de poder, sanguinarios en ocasiones. Ahora, el Dios verdadero, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, se acerca de nuevo y les muestra el camino de la vida y del bienestar. Un camino seguro porque Él es un Dios de justicia, gracia, misericordia y verdad.
El Señor les mostró Su ley con la garantía de que vivir en obediencia traería para ellos la paz y la prosperidad que anhelaban como nación. Pero, por sobre todas las cosas, disfrutarían la mayor bendición: Él habitando entre ellos. Dios los había rescatado para que pudieran volver a relacionarse con Él. No obstante, Dios es infinitamente santo y el pueblo impuro. Por eso había una separación, una cortina que delimitaba el lugar donde estaría el arca, un símbolo de la presencia misma de Dios. El acceso no era directo, necesitarían un intermediario. Esa era la función de Moisés. En este espacio, el lugar santísimo, Dios le hablaría: «Allí me encontraré contigo, y de sobre el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, te hablaré acerca de todo lo que he de darte por mandamiento para los israelitas» (Ex. 25:22).
La ley no solo puede ser vista como un código sino también como un espejo que muestra el pecado del ser humano ante un Dios que es santo, santo, santo. De esa realidad habla el apóstol Pablo cuando escribe a los cristianos romanos mucho tiempo después: «Porque por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él; pues por medio de la ley viene el conocimiento del pecado» (Rom. 3:20). La ley sería un camino que conduciría a Cristo puesto que, como veremos más adelante, las demandas de esta ley son imposibles de cumplir por parte de seres humanos pecadores. Esa es la razón por la que, junto con la ley, los israelitas reciben las instrucciones para el sistema de ofrendas y sacrificios que resultaría en el perdón de sus pecados.
Este sistema sacrificial funcionaría día y noche porque los sacrificios ofrecidos solo podían justificar momentáneamente. Una vez al año se realizaría un sacrificio expiatorio, sustitutivo. Sería sacrificado un animal completamente perfecto, sin mancha y sin defecto. Su sangre se rociaría en el altar como imagen del pago por los pecados del pueblo, mientras que otro animal sería enviado al desierto para llevarse simbólicamente los pecados confesados. Sin embargo, al año siguiente, el mismo escenario volvería a repetirse. La razón es que este tipo de sacrificio no pondría fin al pecado y su poder sobre la vida del pueblo de Dios.
¡Sería necesario un sacrificio único, perfecto, humano!
Alguien que por fin aplaste la cabeza a la serpiente, como Dios prometió en Edén.
Así que la historia redentora continúa su curso. Dios estaba, nuevamente, habitando entre Su pueblo, Su gloria llenaba el tabernáculo (Ex. 40:34), de día una nube lo cubría y de noche, el fuego iluminaba el campamento. El pueblo de Israel iba de camino a la tierra prometida. Pero el viaje mostraría que aquel pueblo rescatado de las garras de Egipto, testigos de milagros, receptores de tanta bondad de Dios, todavía tenía un corazón de piedra.
APLICACIÓN TEO
Al terminar esta lectura, ¿cómo ha cambiado o cómo se ha reafirmado tu comprensión sobre la función de la ley dada por Dios a Israel mediante Moisés?
Lee Hebreos 3:23-29. ¿Qué está resaltando el autor al hablarnos de Moisés? ¿Por qué crees que sea importante?
[i] Life Way
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