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DE DESTIERRO Y ESPERANZA

«“Vive el Señor que hizo subir y trajo a los descendientes de la casa de Israel de la tierra del norte y de todas las tierras adonde los había echado”. Entonces habitarán en su propio suelo» (Jer. 23:8).




 

Muchos siglos de historia han visto su inicio y final desde que Moisés anunció al pueblo de Israel que serían llevados a tierra extranjera como resultado de su desobediencia. Aquellas palabras que él pronunció en Moab ahora eran una realidad dolorosa:


«Y ellos fueron y sirvieron a otros dioses y los adoraron, dioses que no habían conocido y los cuales Él no les había dado. Por eso, ardió la ira del Señor contra aquella tierra, para traer sobre ella toda maldición que está escrita en este libro; y el Señor los desarraigó de su tierra con ira, con furor y con gran enojo, y los arrojó a otra tierra…» (Deut. 29:26-28).


Esa otra tierra era Babilonia. Hasta ese lugar fueron arrastrados y vivirían mezclados con un pueblo cuyas costumbres eran muy diferentes, lejos de la tierra que Dios les había dado. Pero lo peor sería vivir en un lugar donde no tendrían templo, ese lugar que representaba la ubicación física de la presencia de Dios. Los israelitas tendrían que preservar su fe lejos de Jerusalén y lo hicieron mediante un énfasis en las leyes dietéticas, la observancia del día de reposo y el mandamiento número uno que apuntaba al monoteísmo judío (Ex. 20:3).


Fue durante estos años de exilio y destierro babilónico que tuvieron lugar los sucesos inolvidables protagonizados por Daniel. Él llegó a ser un funcionario importante, pero eso no impidió que viviera como un judío fiel a Dios a pesar del entorno y de las intrigas de otros miembros del gobierno imperante. Daniel había atesorado en su corazón la ley del Dios de Israel. Solo a Él adoraba y solo a Él oraba. Pero el pueblo seguía en el exilio, los años de gloria eran un recuerdo cada vez más lejano.

Algunos de los salmos de la época reflejan el dolor y la tristeza que embargaba al pueblo desterrado:

Junto a los ríos de Babilonia, Nos sentábamos y llorábamos Al acordarnos de Sión.

Sobre los sauces en medio de ella Colgamos nuestras arpas.

Pues allí los que nos habían llevado cautivos nos pedían canciones, Y los que nos atormentaban nos pedían alegría, diciendo:

«Cántennos alguno de los cánticos de Sion».

¿Cómo cantaremos la canción del Señor En tierra extraña?

Sal. 137:1-4

La cautividad babilónica fue el castigo de Dios a un pueblo desobediente que escogió su propio camino; se fueron tras otros dioses y rechazaron al Dios verdadero que los había traído desde otra cautividad, la de Egipto, a la libertad y prosperidad de una tierra donde encontraron refugio, paz y bienestar. Pero, como ya hemos todas las noches no se trató de un acontecimiento fortuito. En la historia de Dios, nada lo es porque Él es el Señor de la historia. Este capítulo en la vida de Israel era necesario para que el plan redentor continuara desplegándose.

Entretanto, Él seguía hablando a través de Sus profetas y proveyendo esperanza en medio de la densa oscuridad del destierro. El pueblo recibió promesas de regreso, (Dios nos ha hecho promesas igual a nosotros) de volver a ver la tierra que tanto anhelaban, a caminar nuevamente por sus calles, ver sus montañas, disfrutar bajo la sombra de sus árboles, adorar juntos:


«“Por tanto, vienen días”, declara el Señor, “cuando ya no se dirá: ‘Vive el Señor, que sacó a los israelitas de la tierra de Egipto’, sino: ‘Vive el Señor, que hizo subir a los israelitas de la tierra del norte y de todos los países adonde los había desterrado’. Porque los haré volver a su tierra, la cual di a sus padres”» (Jer. 16:14-15).


Dios lo había anunciado por medio de Moisés siglos antes, ahora lo estaba repitiendo con la misma claridad y seguridad. El destierro no sería para siempre. No estarían para siempre en tierra extranjera, ni tampoco estarían para siempre sin un rey. Los anuncios de regreso también apuntaban más allá, a aquel descendiente prometido de David que ocuparía el trono y reinaría por siempre con justicia. ¡Este nuevo gobernante sería tan diferente a los líderes que esta generación de israelitas conocía! A través de otra voz profética llega el mensaje esperanzador:


«Entonces pondré sobre ellas un solo pastor que las apacentará: Mi siervo David. Él las apacentará y será su pastor. Entonces Yo, el Señor, seré su Dios, y Mi siervo David será príncipe en medio de ellas. Yo, el Señor, he hablado» (Ezeq. 34:23-24).

Ya David había fallecido muchísimos años atrás. Las palabras de Ezequiel hablan en realidad de un descendiente de David, el prometido en el pacto que Dios hizo con él. Este nuevo rey sería un pastor verdadero que cuidaría de sus ovejas. De este mismo pastor también habló años antes el profeta Miqueas (5:4). Aunque el pueblo ahora estaba viviendo como un rebaño disperso, un día eso cambiaría para siempre porque ellos eran el rebaño del Señor. Vendría el pastor que traería la paz (Miq. 5:5) al pueblo que sufría opresión. Dios iba a traer al Buen Pastor para habitar con Sus ovejas.


APLICACIÓN TEO


Muchos años antes de lo que leímos en este día, David —inspirado por el Espíritu Santo— escribió el Salmo 23. Toma unos minutos para leerlo. ¿Qué dicen estas palabras acerca del Buen Pastor?

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